Un último deseo

La periodista y el médico se despiden, prometiéndose mutuamente que volverían a verse para seguir recordando, y así curar las heridas que se provocaron al desenterrar asuntos que provenían del pasado. Julio no quiere seguir cargando con el rencor y la sensación de sentirse desgraciado, por quedar desnudo ante el descubrimiento de su extinta feminidad, incomprendido y señalado nuevamente; y más, por la persona con la que había emprendido un camino distinto en su convulsa existencia. Para Marta, este reencuentro espera que le permita saldar una deuda de vida contraída por su exceso de curiosidad en su trabajo. 

Olvidó las implicaciones de alta sensibilidad que conllevan el bucear en las vidas humanas. Asignatura pendiente en la que ya había tropezado otras tantas veces en busca de la notoriedad y el favor de audiencias ávidas de escándalos con los que calmar sus conciencias o, simplemente, llenar unas vidas sin sustancia.

Marta empieza a notar que sus fuerzas le abandonan día a día. Con el tratamiento para vencer al cáncer está a la vez comiéndose sus defensas y para perjudicarse aún más no deja de fumar. Dos semanas después del encuentro con Julio, Marta se encuentra cada vez más débil pero no va a dejar de hacer lo que es correcto, hacer un favor al buen oficio del periodista.

Empieza el verano y lo días se alargan.

A las nueve de la mañana, una ambulancia llega a gran velocidad al hospital cuando apenas han transcurridos dos horas desde el amanecer. A toda prisa, el conductor baja del vehículo sanitario y busca la ayuda de dos celadores que acuden rápidamente para trasladar una paciente de oncología. El cáncer ha llegado a estado 3. Las células malignas se han propagado fuera del útero y han llegado a la zona del peritoneo. El tratamiento con radiación no ha surtido efecto y esto parece ser el final.

Esa mañana, Marta se despertó sin ningún problema, no notaba nada. Estira su mano hasta alcanzar a coger el teléfono móvil y mirar la agenda. Un día aparece marcado en rojo: su cumpleaños. Piensa en la comida en familia con su madre, su hermano y sus sobrinos. Por lo demás, no hay otros asuntos más importantes a los que dedicar su atención porque ya no piensa realizar esfuerzos innecesarios. No le preocupa su agenda informativa ni si le esperan llamadas en la redacción. Tan sólo una cosa la mantiene con vida: la promesa a si misma de reconstruir lo que un día descompuso al inmiscuirse en biografías ajenas. Pero el cáncer tiene otros planes.

Los camilleros hacen los trabajos de desanclaje y descenso de la cama a toda prisa y la introducen por la puerta de urgencias. Marta yace semiinconsciente por los efectos de los medicamentos que le reducen el dolor que le nace desde lo más profundo de su ser. Apenas puede hablar pero hace un esfuerzo y logra balbucir unas palabras, un nombre: Julio Martorell.

Otro médico, el que ha seguido su proceso patológico, acude a prisa por los pasillos hasta la habitación de triaje. Con la documentación que Marta preparó antes de ser conducida a la ambulancia que la llevara hasta el hospital de referencia, el facultativo ha podido ser avisado y da la orden inmediata de reservar una habitación para aislar y poder hacer la observación del paciente. Marta está muy débil. El oncólogo toma las pulsaciones poniendo los dedos índice y medio en la parte interna de la muñeca. Después de unos segundos le devuelve la mano, se la coloca junto a su costado y la tapa con la sábana; entonces saca un bolígrafo del bolsillo de su bata para tomar nota de la observación de los signos vitales y al poco rato sale de la habitación con semblante serio.

Nadie visita la estancia donde descansa Marta. Justo antes de que llegaran los celadores a su casa, antes de perder el conocimiento, pudo escribir en una hoja de su bloc de notas los nombres y números de teléfono de las personas a las que querría que avisaran: su madre, su hermano. Y otros dos: son los de Julio y Amanda.

El sueño invade al cuerpo y el dolor desaparece pero no lo cura del todo; la descomposición de la materia sana avanza inexorablemente pero hoy es un gran día. Algo debe de ocurrir. Aunque Marta no cree en los milagros. Simplemente no cree que haya algo más allá de que lo que se ve y se puede tocar. Podría decirse que, sin saberlo, es una devota de Santo Tomás. Se conforma con que su enfermedad le conceda algo más de tiempo con el que poder ejecutar su plan que le otorgue la remisión de su pecado. Intenta luchar contra el cansancio y los efectos de la medicación que la mantienen postrada en la cama en una curativa, aunque a la vez inconveniente somnolencia. Quiere incorporarse y poner una pierna fuera de la cama pero nota como unas manos la detienen tomándola por los hombros y devolviéndola a la posición de reposo. Con los ojos entornados, intenta visualizar quien se encuentra junto a ella, que le ha impedido levantarse.

- No puedes levantarte. Tienes que quedarte quieta, reposando. Descansa. La voz es la de un hombre que le resulta familiar, incluso le alegra escucharla.

- Julio, eres tú? – dice Marta en un tono de voz débil.-Iba a llamarte al teléfono. Apunté tú número esta mañana… pensaba llamarte antes de que me pasara esto.

- No hables. Descansa. Ya charlaremos cuando te recuperes.

- Hoy es mi cumpleaños. Estoy esperando un regalo y espero que llegue a tiempo.

- Descansa. Te felicito.

Julio le pone su mano izquierda en la frente, bastante pálida, como el resto de su rostro. Desde esa misma posición, pasa levemente su dedo índice por la mejilla haciéndole una caricia como única forma de consuelo. Marta alza la mirada hacia el médico y después cierra los ojos lentamente a la vez que sonríe levemente.

- Lo siento mucho. Lo siento…

- Chss, descansa.

Marta se resigna y cae en un reconfortante sueño que nota sus efectos cuando, al despertar, se percibe con más de energía. Abre los ojos y observa que su entorno ha cambiado: a su izquierda, junto a la pared, colgando de un portasueros hay una bolsa que alimenta su cuerpo por la aguja inserta en su mano.

Al lado del portasuero, hay un monitor que emite un sonido rítmico y refleja unas ondas. Marta no se altera. Intuye lo que se deriva de todo este escenario montado para ella. Sólo espera que la enfermedad le deje despedirse conforme a su deseo antes de que ocurra un fatal desenlace. Julio se marchó hace una hora en cuanto Marta se durmió profundamente y vino una enfermera para practicarle la colocación de la vía intravenosa. El ginecólogo hizo que llamaran a su colega especialista en oncología para poder atender a la paciente que está empezando a empeorar. Se le nota por el color de la piel que se ha tornado de un tono amarillento. Puede ser anemia o que se esté produciendo una complicación hepática.

Marta se despierta cuando ha pasado una hora desde su último desmayo. Se ha recostado en la cama y fija su atención en su bolso que alguien lo ha dejado colgado del cabecero de una silla colocada junto al armario que guarda sus pertenencias. Piensa en su teléfono móvil con el que quiere hacer una llamada. Pero tiene que pedir que alguien venga y le ayude dado que está atada a la maquina que mide sus constantes vitales y el portasueros.

Providencialmente, una enfermera golpea la puerta llamando y asomando la cabeza.

- Perdón. ¿Ha pasado el doctor Martorell por aquí?

- Ya hace bastante que se fue. -Por favor, ¿podría alcanzarme el bolso que hay en la silla? Necesito coger mi móvil pero no puedo moverme con todo esto- se lamenta Marta haciendo un gesto torpe con la mano en la que tiene ensartada la aguja con el catéter.

- Sí, no se preocupe.- responde rápidamente la asistente que se adentra con ímpetu en la estancia y le pone el objeto encima de sus piernas estiradas.

La sanitaria se despide de la estancia y sale con rapidez dejando a Marta revolviendo el interior de la saca. Cuando encuentra el inalámbrico, busca en la agenda el número de Amanda.

Marta tiene la necesidad de resolver un asunto pendiente que no le permite sentirse en paz y ahora, en las circunstancias en las que se encuentra, necesita poner en orden lo que le quede de vida por si tiene que dejar este mundo en cualquier momento. Las fuerzas son pocas pero la voluntad es férrea y está dispuesta a convocar a los dos antiguos amantes para intentar una reconciliación por encima de lo que ocurriera en el pasado.

Amanda todavía mantiene el contacto con Marta como colegas de profesión y, a pesar de la revelación de la vida oculta de Julio, no culpabilizó a su compañera de trabajo. No dejó de hablar con ella, al contrario. El trabajo periodístico que elaboró Marta se emitió en antena, omitiendo los datos que hacían referencia a personas y todo quedó en un reportaje sobre la medicina estética y los efectos sobre la salud, desde un punto de vista general y psicológico, por obtener una mejor imagen de uno/una mismo/misma. Los datos concretos se omitieron y no se revelaron nombres ni lugares. Toda la investigación se redujo a una simple exposición de repercusiones de la propia imagen sobre la salud.

Amanda por su parte se lo agradeció enormemente: Su trabajo es su vida, a lo que se ha dedicado en cuerpo y alma, más que a si misma y a lo que le rodea. Habría sido muy complicado seguir trabajando en un medio de comunicación y sentirse el objetivo de las miradas y comentarios de propios y extraños.

También sería impropio el que se convirtiera la periodista en el objeto de la noticia. No sería prudente. Ella que además tiene como principio en su vida intentar pasar desapercibida cuando no está realizando su trabajo y que siempre es muy celosa de su vida privada.

Julio también suspiró en cierto modo: no le faltaría nada más que tener que estar en boca de sus compañeros de trabajo. Y por supuesto, otra cuestión espinosa sería de cara a la gente con la que se trataba en el día a día. Los pacientes a los que tendría que atender en su consulta habitualmente y que al enterarse de la alteración de su identidad le observarían de forma diferente llegando a perder la confianza, incluso.

Marta está inquieta, alerta. Como si estuviera esperando algo con mucho interés y, por fin, una persona golpea en la puerta entre abierta. Una mujer vestida con pantalón negro, camisa blanca y la cara cubierta por una mascarilla de hospital golpea con los nudillos de su mano derecha llamando para pedir paso.

Amanda se adentra tímidamente en la habitación y a través de la mascarilla que cubre su cara se adivina una amplia y cálida sonrisa. Siente un afecto sincero por su compañera de profesión con quien ha podido contar en los momentos más desagradables.

- Me alegra mucho verte. Tengo ganas de contarte muchas cosas.

- ¿Qué te ha pasado? Estás rodeada de tantos aparatos…¿Qué es todo este aparataje?

- Ya sabes que mi enfermedad iba a peor pero no esperaba que me verme así tan pronto y menos un día como hoy. Tal día como hoy, hace 54 años llegué a este mundo.

- ¡Felicidades! Aunque este no sea sitio para estar de cumpleaños. Ahora no sé qué hacer, no debo besarte. Me ha comentado tu médico que estás débil y no debes tener mucho contacto con gente, por lo inmunitario…

Amanda habla a una distancia de cuatro pasos y permanece de pie con los brazos cruzados.

- Ya no creo que vaya a recuperarme de esta. Sólo me queda dejar en orden mi vida y pedir perdón por lo que hice mal.

- ¿De qué hablas? Vas a volver a tu casa y esto se va a quedar atrás. Y a quién tienes que pedir perdón? Eres buena persona y no tengo nada que echarte en cara.

- Sí, sí hay algo que te hice y que quisiera que no hubiera ocurrido.

- No te hagas daño ahora con eso…

- No tengo fuerzas para replicar eternamente pero me sentiría muy feliz si os viera juntos como antes de que ocurriera todo aquello.

- No te preocupes. Tienes que descansar y pensar en ti. Yo estoy bien- dice Amanda con un tono de resignación en la voz.

- ¿No quieres verle?- pregunta Marta casi chillando.

Amanda que continua de pie, de espaldas a la puerta, no se da cuenta de que alguien está entrando en la habitación y está a pocos pasos de ella. Al girar la cabeza ve la figura de un hombre de mediana estatura, vestido con ropa de hospital, y cuyos ojos la observan sorprendido. Ella, a su vez, abre los suyos ampliamente no pudiendo disimular la impresión que le produce el encontrarse, después de tanto tiempo, con su marido.